Briançon (Francia) - "Por nada en el mundo repetiría este viaje. Todas estas humillaciones no son dignas de un  ser humano", dice llorando Ibrahim Soumahoro, un migrante marfileño de 20 años, mientras se enjuga las lágrimas.

Después recorrer el infierno libio y perder a su mejor amigo, Mohamed Dosso, en el Mediterráneo, Soumahoro terminó en Briançon, una ciudad de los Alpes franceses, a pocos kilómetros de la frontera con Italia.

Soumahoro va vestido con pantalón vaquero y suéter con capucha, como cualquier joven de su edad, pero él ha visto demasiados horrores para su corta vida. "Ya no sé ni cuántas veces estuve a punto de morir", afirma. "Perdí cuatro años de mi vida", asegura.

Soumahoro es uno de los cientos de jóvenes del oeste de África que en los últimos años han cruzado los Alpes, desde Italia, uno de los caminos menos conocidos de la ruta migratoria hacia Europa.

Nacido en una familia pobre en una aldea remota de Costa de Marfil, Soumahoro fue criado por un tío en la capital económica, Abiyán. Pero este último murió en la ola de violencia que estalló tras las disputadas elecciones de 2011 en Costa de Marfil, dejándole desamparado con apenas 13 años.

Durante un tiempo frecuentó pandillas callejeras en Abiyán. "Tenía un amigo que era como un hermano mayor para mí y nos dimos cuenta de que eso no era una vida", relata. Entonces decidieron empacar sus pocas pertenencias y emprender una aventura en el extranjero. Soumahoro tenía 15 años.

Se instalaron en el vecino Burkina Faso hasta que ese país también se vio sumido en una crisis política en 2014.

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El recorrido de 4 años del migrante marfileño Ibrahim Soumahoro hacia Europa. Gráfico: Jonathan Storey, Kun Tian y Marimé Brunengo / AFP

Los dos jóvenes siguieron su camino, primero en Níger, uno de los países más pobres del mundo, donde les dijeron que en Libia se buscaba mano de obra para la reconstrucción después de la guerra que derrocó a Muamar Gadafi. Terminaron en la desértica ciudad de Sabha, donde resultó que se vendían migrantes como "esclavos". La esperanza de una vida mejor se transformó rápidamente en calvario.

Inimaginable

"Nos embarcamos en algo inimaginable, que nos causó muchos daños", afirma. "Fuimos allí para trabajar, pero resulta que no puedes salir por el riesgo de que te secuestren", cuenta, en referencia a las redes mafiosas que raptan a migrantes para pedir un rescate. "Nos hubiera gustado dar marcha atrás. Pero en Libia estás como cortado del mundo (...) no sabes qué hacer", dice, sacudiendo la cabeza.

Dos meses después, sin un centavo en los bolsillos, tuvieron que salir a buscar trabajo como jornaleros. Pero lo que más temían ocurrió. Su amigo Dosso fue secuestrado. Después de que su familia lograra reunir el dinero para el rescate, los dos marfileños tenían solo una idea en mente: huir de ese infierno.

Se dirigieron a la capital, Trípoli, donde Soumahoro encontró trabajos ocasionales como jornalero, pero sus empleadores solían ser abusivos, amenazándolo a punta de pistola cuando exigía su salario.

En 2016, él mismo fue secuestrado y pasó varias semanas en una prisión. "Todos los días nos sometían a humillaciones espantosas, en medio de la inmundicia y los malos olores", rememora. "Éramos un centenar y nos arrojaban 70 pedazos de pan. La gente se peleaba por ellos y los guardias de la prisión nos filmaban. Les hacía reír", recuerda.

Al salir de la cárcel, unos traficantes de personas le pintaron Europa como un escape fácil. "Te dicen que el cruce por el Mediterráneo dura 30 minutos y que luego estarás en Italia", explica. Soumahoro y Dosso zarparon hacia Italia a finales de 2016 en dos botes inflables con 120 personas a bordo. El viaje fue fatal para Dosso, quien murió ahogado después de que su embarcación volcara.

Soumahoro siguió avanzando por Italia, durmiendo a siete en una tienda de campaña en pleno invierno.

Un día escuchó a otros africanos que planeaban cruzar a Francia a través de los Alpes, un viaje extremadamente peligroso, sobre todo en invierno, pero con la ventaja de que no hay un puesto fronterizo.

Entró en Francia en enero de 2017, después de dos días en las montañas. Con la ayuda de voluntarios locales pudo realizar una formación para cuidar a ancianos y personas discapacitadas mientras aguarda noticias de su solicitud de asilo.

Pero sus días están llenos de soledad e incertidumbre. "No tengo un lugar fijo donde vivir, voy de familia en familia", explica. "Uno se pregunta qué está haciendo aquí. Piensas que no eres útil", señala. "La vida de un hombre no debería ser esto", es importante "sentirse útil, sentir que estás contribuyendo con algo positivo para la sociedad", reflexiona.

Por Lucie Peytermann

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